viernes, 16 de octubre de 2015

Del papel al tiempo

Una pequeña llovizna acompañaba la mañana, y perfumaba las calles con ese ligero aroma a tierra mojada que tanto refresca el alma, y ya eran pasadas las seis de la mañana cuando don Eduardo decidió que era hora del desayuno. 

Una pequeña hogaza de pan y una taza de café se encontraban servidas en la sencilla mesa acompañada por dos sillas de una pobre y seca madera. Ambas labradas en los años en que don Eduardo era capaz de hacer cuanta hazaña se propusiera con tal alimentar a su joven sobrina. Años en los que buscaba cualquier oficio para procurarle alimentos a ella a toda costa, unas veces de carpintero, otras de zapatero o costurero. Sin importar que no supiera cómo reparar unos zapatos o coser unos pantalones de corte recto. Pues aún que no fuese muy habilidoso, siempre lograba saciar las necesidades de a quienes él llamaba sus clientes. Fortuna, él lo llamaba. 

 "Aquellos años" Así era como se refería a dichos momentos en los cuales las risas abundaban en tan humilde morada. Risas de una niña llena de energía, pasiones y amor. Carcajadas que se oían por toda la casa junto el martilleo de don Eduardo arreglando zapatos. Dichos años los solía recordar con un júbilo incansable y un esmero carente de comparación, sin embargo la edad le pesaba y habían días en los cuales luchaba por dichos recuerdos, e inclusive se forzaba a si mismo por traerlos a su mente cuando de razones por las cuales sonreír carecía.

Eduardo, don Eduardo, o don Lalo como se le conocía en las calles de su vecindad vivía en una casa muy acorde a sus posesiones. Llena de insectos, goteras y remiendos, pero a su vez rebosante de decoraciones hechas por el mismo y su sobrina hace mucho tiempo atrás, recortes de periódicos enmarcados, fotografías y dibujos de la niña y pequeños "tesoros" que ambos recogían cuando salían a caminar. Y a pesar de vivir en una hogar sencillo, para él era eso, su hogar. Su castillo.

La puerta frontal de la casa daba con una calle un tanto transitada, por la cual se podían ver pasar a toda hora gentes que iban y venían de sus trabajos, niños jugando o perros deambulando. Por lo que don Eduardo aprovechaba para observarlos en su ir y venir, todos los días; sentado en una pequeña silla junto a la puerta. 

Su lugar favorito era esa silla, siempre lo había sido, tiempo atrás cuando esperaba a la niña que volviera de la escuela corriendo y riendo, dejando a sus amigos detrás para correr a los brazos de quien con tanto amor la cuidara. Ahora, para leer un cuento de niños que con tanto costo y esfuerzo le había comprado a su sobrina durante la niñez. Luego de que una noche entre llantos y gritos ella le exigiera el libro que todos sus amigos tenían. De tal manera fue como don Eduardo prefirió dejar su cena de lado durante varias noches, no así la de la niña, para ahorrar y poder ir a comprar el libro de cuentos en una tienda cercana a su casa en donde lo vendían de segunda mano. 

Siempre con el miedo de equivocarse de libro, pues no sabía leer ni mucho menos escribir, hizo una de las inversiones mas felices y gratificantes de su vida. Sin saber que decía su portada, sin conocer su contenido. Utilizo sus escasos ahorros  y un poco mas para darle el regalo mas hermoso que el podía darle, por que pagando unas cuantas monedas demás le pidió a quien lo atendió en dicha tienda que escribiera una pequeña dedicatoria en la segunda página para su niña. 

Su sobrina adoró el libro, lo leyó una y otra vez hasta el cansancio, e inclusive se lo leía a su tío justo luego de la cena, pues era el momento en que ambos utilizaban para dedicarse de lleno el uno al otro.
Ambos se sentaban bajo la luz de las velas para ver las ilustraciones y disfrutar de sus figuras y colores bailando junto a la brillo de las velas.

Sin embargo, el tiempo pasó y se llevó esas noches de ternura, dejándolas como parte de una frase y dulces recuerdos. Pues la niña ya había crecido y sus intereses habían envejecido junto a ella. Obligándola a trabajar para pagar el pan y el café en aquella mesita.


Justo luego del desayuno, don Eduardo salio a sentarse en su silla predilecta a observar el librillo, que quedó ahí con él. ambos desgastados y descoloridos.

Contemplando una página que en su borde superior mostraban ya unos trazos muy antiguos que recitaban:

"Nunca te faltaré, 
Con amor... Lalo."

Y que en unas lineas mas abajo se podía leer lo siguiente:

"gracias Lalo, por aquellos años, y los que aun nos quedan por venir."


Por: Mou Aragón.





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